Se dice que la tecnología está dominada por dos clases de personas: los que comprenden aquello que no pueden controlar y los que controlan lo que no comprenden. Si los últimos se hacen llamar técnicos, ingenieros o programadores; los primeros, los visionarios, han sido sin duda los escritores de ciencia ficción.

Estos visionarios, como Julio Verne, H.G.Wells, rara vez creyeron en el futuro. Pensaban que una sociedad imperfecta como la nuestra sólo podía perecer bajo el impulso frenético de la revolución tecnológica.

Orwell (1984, en 1943) y Huxley (Un mundo feliz, en 1932) así lo expresaron con su distopía, alertando a la sociedad ante la posibilidad de un futuro totalitario.

 

William Gibson, un escritor visionario del espacio inmaterial de la Red, documenta en un relato de 1983 lo que se ha repetido más de una vez en el último siglo. Y entre otras cosas reconoce que ahora estamos en la era de la información, más valiosa que el dinero.

“Es posible fotografiar lo que no está;” añadiría, que también lo que no es.

 

En los años treinta surgirá la primera generación de diseñadores industriales procedentes de la escenografía. Así, sobre un básico mecanismo generaban una cáscara cromada, un cambio superficial bajo el que uno descubría el mismo mecanismo victoriano. Todo era una escenografía teatral, una serie de exquisitos decorados para jugar a vivir en el futuro.

Los diseñadores eran populistas, y trataban de dar al público lo que el público quería que fuese el futuro, aunque no pudiera volar ni con doce hélices.

 

Se gestaron dos mundos a partir de la primera guerra mundial. Uno que hacía más hincapié en las ideas, en las teorías políticas. Otro, sirviéndose de la tecnología, hizo uso de la imagen como vía de escape.

El primero sucumbió a la desilusión.

La imagen nos ha permitido soñar despiertos, no nos exige pensar, nos evita dolores y esfuerzos. Sin embargo, algo en nuestro interior no nos deja satisfechos.

 

Me quedo con las emociones, con las sensaciones.

Volvamos a los clásicos, a la literatura, o a aquello que despierte en nosotros la ilusión y las ideas. Entendamos cada momento con relación a los otros y a lo que sucedió antes.

No nos anclemos en nuestro propio reflejo y autocomplacencia.

Volvamos a las ideas. Recuperemos la inocencia. Tratemos de emocionarnos con el esfuerzo. Sorprendámonos con aquello que nos rodea. Mejorémonos a nosotros mismos.

Miremos hacia arriba y a nuestro alrededor, buscando tiempo, descendiendo de nuestros coches cromados de doce hélices.

 

Aquí os propongo este relato.

 

William Gibson. El continuo de Gernsback.

 

Felices Reyes.

Relatos de Reyes 2018. «Todo está en la red»