Hasta el siglo XVIII, el extenso océano era la tumba de muchos experimentados marineros.

Los investigadores de la época dedicaban décadas al estudio de las estrellas con el único interés de conocer el tiempo, como herramienta de medida de la posición de las naves.

Otros, ocupaban sus esfuerzos en construir una máquina precisa, indemne a la temperatura, la humedad y los movimientos de las olas, que sirviera para realizar los mismos cálculos.

Los monarcas reservaban grandes sumas, como premio al método que garantizara la navegación y la posición sin riesgos.

La historia que relata Dava Sobel con un lenguaje sencillo y ameno, nos pone en la piel de otro ritmo, de unos riesgos reales, impensables hoy en día.

La gente moría en el mar, buscando su punto de destino, con herramientas más intuitivas que operativas.

Se perdían importantes mercancías en las rutas seguras plagadas de piratas o con rumbos alternativos que desembocaban en naufragios o la muerte de las tripulaciones de inanición, deshidratación y escorbuto.

Los procesos de investigación requerían muchos años de estudio, con continuados procesos de prueba y error.

Y el tiempo, la magnitud que ha perseguido a occidente como medida de todas las cosas, como fuente de su vertiginoso desarrollo.

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El Decreto de Longitud.